Por: Manuel Gago, diario Correo
Era niño y mi madre contaba que el ingeniero Manuel Zegarra Russo era vecino, vivía cerca donde nací, frente al colegio Gelicich. La trágica partida del trujillano adoptado por Huancayo fue un baldazo de agua fría. Conmovió a la ciudad. En 1965 retornaba de Jauja después de un acto partidario y, en Concepción, en el cruce con la vía férrea, sucedió el fatal accidente.
Tanto como Javier Pulgar Vidal y Jesús Véliz Lizárraga – primer rector y principal impulsor, respectivamente, de la Universidad Comunal -, Zegarra fue también destacado ciudadano, catedrático y político. Promotor y decano de la facultad de Agronomía y de otras facultades de la actual Universidad del Centro, gestionó y consiguió terrenos y fondos para las estaciones experimentales El Mantaro y Satipo. De capacidades únicas, lúcido, bondadoso y aguerrido, alejado de las medianías locales.
En mi novela El #locutor #tartamudo (2023), Zegarra Russo inspira a un personaje clave en la trama estructurada. Utilizo su nombre y ciertos hechos relatados por personas que lo conocieron. Otras características y situaciones fueron adaptadas para el objetivo del libro.
Pero les cuento: El mundo es un pañuelo, uno se topa con personas nunca imaginadas.
Estuve con el hijo de Zegarra. Se enteró que su padre es parte de mi novela y, curiosamente, con su esposa compartimos el apellido paterno. Su padre, según cuenta, hablaba del tío Honorato. Ese tío fue mi abuelo. Emparentamos estamos.
Por ese destino inevitable, por esa ingrata memoria colectiva y por una ciudadanía displicente con su historia, el recuerdo de Zegarra es sustituido por chauchilla, por personajes públicos livianos, huecos. Si escucharan de los verdaderos grandes e intentaran imitarlos, superando sus ejemplos, nuestro destino sería otro, bastante mejor. Pero no. Los Zegarra y otros parecidos, son únicos.
